El Estado vaciado 

Lo que está ocurriendo en Estados Unidos no es más que el punto de llegada del proceso de neoliberalización de las instituciones iniciado hace más de cuarenta años. El Estado no se abole, se vacía. Los servicios esenciales —sanidad, educación, bienestar— son empobrecidos, desmantelados y luego privatizados, transformados en bienes accesibles solo para quienes pueden pagarlos. Todo se convierte en mercancía. El sueño neoliberal se está haciendo por fin realidad: un Estado “mínimo” que ya no garantiza nada a la ciudadanía, un aparato burocrático reducido a la sola función de controlar a la población y reprimir la disidencia, esencialmente en defensa de los mercados. 

Yanis Varoufakis ha definido esta fase como “tecno-feudalismo”, una evolución del “capitalismo de renta”. Ya no se trata de un capitalismo basado en la competencia de mercado, sino de un sistema en el que el poder se concentra en manos de pocos actores económicos, en particular las grandes plataformas tecnológicas que operan como nuevos “feudos”. El beneficio no deriva ya de la producción y el intercambio, sino de la renta generada por el control de las infraestructuras digitales, de las redes de datos y de los recursos públicos privatizados. En este escenario, el Estado se convierte en un simple ejecutor de la voluntad de las élites económicas, garantizando su protección y regulando la sociedad en función de sus intereses. 

El Departamento para la Eficiencia Gubernamental (DOGE), controlado por Elon Musk, encarna perfectamente esta lógica: formalmente creado para “agilizar” la burocracia, en la práctica lleva a cabo recortes que sirven para poner de rodillas a los servicios públicos. Como relata The Guardian, el DOGE acaba de “anular contratos por casi 1.000 millones de dólares del Departamento de Educación de Estados Unidos, eliminando de hecho una oficina de investigación que supervisaba los progresos de los estudiantes estadounidenses”. Además, el departamento accede indiscriminadamente a datos sensibles, rediseña los flujos administrativos y se inserta en los mecanismos de gobernanza sin ningún mandato democrático. Y todo ello ha sido acelerado por una nueva orden ejecutiva de Trump que ha oficializado la drástica reducción de la administración pública. El resultado, como decía, es un Estado que aún existe pero ya no para proteger a la ciudadanía; el diseñado por la administración Trump es un Estado vaciado de toda función de servicio público, que se cede progresivamente a los privados. 

La redefinición del Estado pasa también por una reestructuración ideológica de la investigación y de la producción de conocimiento. La NSF (National Science Foundation) y los NIH (National Institutes of Health) han suspendido nuevas financiaciones y han iniciado una revisión masiva de las subvenciones existentes, llevando a cabo recortes enormes en la investigación médica, eliminando entre otras cosas toda referencia a diversidad, equidad e inclusión. 

Esto no es solo una reducción del gasto público, es la transformación del Estado en un mecanismo de selección política del conocimiento. El gobierno decide qué se puede estudiar y qué no, quién puede estudiar y quién no, redefiniendo la investigación según una agenda precisa que excluye a quienes no encajan en su visión. Y, como ya ha ocurrido en otros ámbitos, este podría ser solo el primer paso hacia una privatización total del sector de la investigación. Debilitar lo público y declarar su ineficacia para justificar después el traspaso de la investigación al control de las multinacionales, que podrán financiarla y orientarla según lógicas de mercado (más aún de lo que ya hacen hoy). Es el mismo esquema visto con la sanidad y la educación: primero se demuele, luego se vende la solución. Si el Estado se retira de la financiación del conocimiento, el saber se convierte en mercancía accesible solo a quien pueda pagarla y gestionada por quienes tienen interés en controlarla. 

Y esta carnicería de la administración y de lo que quedaba de unos servicios públicos ya reducidos al mínimo se produce casi en la sombra de lo que ya es una guerra cultural total. Durante años, las derechas reaccionarias se han quejado de una supuesta censura progresista poniéndose en el papel de víctimas, y ahora están llevando a cabo una verdadera cancelación de términos y conceptos, de categorías humanas enteras. Recientemente, la administración Trump ha ordenado a los CDC retirar todos los artículos científicos en fase de publicación para eliminar términos como “transgénero”, “género”, “LGBT”, “no binario”, en línea con una orden ejecutiva que reconoce solo dos sexos biológicos. De la misma manera, la NASA ha recibido instrucciones de eliminar de sus sitios web toda referencia a “mujeres en el liderazgo”, “diversidad” e “inclusión”. 

Acciones como estas no son simples modificaciones terminológicas: representan un intento deliberado de borrar comunidades enteras de la narración pública. Eliminar ciertas definiciones del lenguaje común significa negar la existencia y los derechos de las personas a las que se refieren, preparando el terreno para su marginación sistemática. Las consecuencias de esta guerra cultural son tangibles. La eliminación de referencias a grupos vulnerables de los documentos oficiales obstaculiza la investigación y la recopilación de datos necesarios para la protección de la salud pública. Pero nunca es solo una cuestión de lenguaje. La cancelación simbólica es la antesala de la cancelación física. Cuando un Estado decide eliminar de su vocabulario categorías sociales enteras, ya está legitimando su discriminación activa, los crímenes de odio, las agresiones, las palizas motivadas por racismo, sexismo, homofobia, capacitismo. Porque un gobierno que normaliza el odio y la eliminación lanza un mensaje claro: determinados grupos ya no tienen protección, ya no tienen derecho a existir en el espacio público. La violencia no es una consecuencia accidental, es parte integrante de la estrategia. 

Si hoy nos encontramos ante este desastre, una parte enorme de la responsabilidad recae en esa izquierda progresista que durante años ha asistido a la demolición del Estado social sin oponer resistencia alguna. Y en realidad no podía hacerlo de verdad. Cuando la izquierda cedió al neoliberalismo, con la Tercera Vía, abandonó la lucha de clases y se ató de pies y manos a un sistema que ya no podía combatir sin contradecirse a sí misma. Desde ese momento, todas las batallas llevadas a cabo por el ala progresista —batallas justas, necesarias y sagradas, quede claro— no han conseguido victorias sólidas y duraderas porque nunca afrontaron el verdadero motor de la desigualdad: el conflicto de clase. Sin cuestionar el propio sistema económico que genera la exclusión, toda conquista social está destinada a ser borrada en cuanto el poder decida restablecer el orden. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo ahora.