Capacitismo estructural, discapacitación y capitalismo 

Imagina un mundo en el que las personas no discapacitadas son una minoría y cada aspecto de la sociedad –desde los espacios públicos hasta las normas sociales– está diseñado para satisfacer las necesidades de las personas discapacitadas. Esta es la visión propuesta por un vídeo de hace unos quince años que vuelve a circular en la red. 

El objetivo del vídeo es claro: sensibilizar sobre el hecho de que nuestra sociedad está diseñada por y para quienes encajan en el ideal artificial de “normalidad”. Para hacerlo, manteniendo la visión dicotómica del mundo que separa a quienes están dentro de quienes están fuera, simplemente invierte los papeles en las dinámicas de opresión, y las personas no discapacitadas pasan a ser minoría. El vídeo mantiene el mismo esquema que pretende criticar: un mundo en el que existe una norma dominante que excluye y discrimina a quienes no se adaptan a ella. 

Desde un punto de vista comunicativo se trata de un vídeo eficaz, que empuja a ponerse en el lugar del otro y reflexionar sobre lo que significa enfrentarse a diario a barreras de todo tipo. Y sin embargo, no pude evitar pensar en lo interesante que sería proponer una solución que vaya más allá de esta contraposición, en cuánto seguimos señalando el síntoma evitando siempre enfrentar el problema de raíz: nuestra sociedad es estructuralmente capacitista, y la discriminación de las personas discapacitadas es consecuencia de la omnipresencia de este sistema. 

Pero ¿qué significa que seamos una sociedad capacitista? Partamos de considerar que el capacitismo no es solo una actitud individual. Es un verdadero sistema cultural y social que define quién se considera “normal” y quién no, moldeando la sociedad en torno a un ideal de capacidad física, sensorial, cognitiva, relacional. Esta norma no es universal ni natural, sino históricamente construida. Esto significa que nuestra cultura, nuestras instituciones, nuestras normas sociales y los entornos físicos se han construido en torno a una idea que podríamos definir supremacista: aquella que considera los cuerpos, mentes, sentidos y comportamientos definidos como “capaces” como la norma ideal y que, en consecuencia, los privilegia sobre todos los demás, excluyendo a cualquiera que se aleje de esa norma ideal. Esta visión fue sistematizada e institucionalizada con el nacimiento del capitalismo industrial, sistema económico que para funcionar requiere cuerpos, mentes y habilidades relacionales funcionales a un tipo de trabajo asalariado cada vez más estandarizado, y que considera a quienes no encajan en ese modelo de normalidad no solo inútiles, sino una verdadera carga para la sociedad. 

En esta lógica, las personas que por características específicas no pueden ser empleadas fácilmente en un sistema productivo tan masificado se convierten automáticamente en “no deseables”. Son excluidas, institucionalizadas, y en algunos periodos de nuestra historia reciente –siguiendo las ideas eugenésicas dominantes desde principios del siglo pasado– fueron esterilizadas. No olvidemos que en Suecia, por ejemplo, la esterilización forzada de las personas consideradas “débiles mentales” continuó hasta mediados de los años setenta del siglo pasado, y que en Europa, a pesar de tratados internacionales como el Convenio de Estambul que prohíben esta práctica, solo nueve Estados miembros de la UE la consideran explícitamente un delito. Italia no está entre ellos, permitiendo excepciones, por ejemplo cuando se trata de una medida urgente o “terapéutica”. 

En una sociedad cada vez más basada en la familia nuclear y en el mito de la autosuficiencia, las personas que requieren mayores niveles de apoyo respecto a la media son relegadas a los márgenes, consideradas una carga social y económica. Los entornos en los que vivimos están diseñados en torno a un ideal de normalidad: calles, edificios, escuelas, lugares de trabajo, transportes, plataformas digitales, todo está construido para privilegiar a quienes encajan o se adaptan a ese ideal de persona “capaz”. Y aquí entra en juego el segundo concepto: la discapacitación. 

El proceso de discapacitación es complejo y profundamente arraigado. Transforma una característica individual –una condición física, sensorial o cognitiva– en un obstáculo para la participación social. Pero ¿qué significa, concretamente, ser discapacitado por la sociedad? 

Significa que el valor de una persona se mide en relación con parámetros de productividad y conformidad definidos históricamente y funcionales a un sistema socioeconómico específico. Esta lógica se ha perpetuado, moldeando instituciones, políticas y entornos que siguen privilegiando a quienes pueden conformarse a criterios predefinidos, transformando la excepción en un problema a gestionar. 

La discapacitación ocurre cuando las estructuras sociales, económicas y culturales no se adaptan a las necesidades de todos, sino que construyen barreras físicas, cognitivas y relacionales. Es un sistema que premia la uniformidad y reduce el valor de una persona a su capacidad de contribuir económicamente o de responder a las expectativas de la mayoría. No se trata solo de la ausencia de rampas o ascensores, sino de una visión estructural en la que cualquiera que se salga de la norma es considerado una excepción a tratar como caso aislado. 

Un ejemplo emblemático de estas barreras es el sistema educativo. Si privamos a una persona del acceso a la educación porque el sistema escolar está tan estandarizado que considera cada diferencia una anomalía a gestionar por separado, esa persona difícilmente tendrá las mismas oportunidades que sus coetáneos. Durante una intervención en una empresa a la que asistí, una persona contó cómo, debido a una condición neurológica, nunca se le había garantizado un itinerario educativo alternativo. Esto le había impedido formarse al mismo nivel que sus compañeras y compañeros, impidiéndole estudiar lo que hubiera deseado. Cuando, años después, fue contratada a través de la Ley 68/99, volvió a encontrarse excluida: sin las herramientas necesarias para desempeñar tareas que sus colegas realizaban sin dificultad, no lograba progresar profesionalmente. 

Este ejemplo muestra cómo la discapacitación es un mecanismo sistémico que no se limita a excluir, sino que perpetúa la desigualdad. En este contexto, la inclusión implementada para mitigar los efectos del capacitismo estructural aparece como una respuesta superficial. La inclusión es ante todo un proceso condicionado a la adaptación de las personas discapacitadas a las normas preexistentes, y es en cualquier caso una práctica que mantiene intacto un desequilibrio de poder. Quien decide incluir conserva el privilegio de establecer quién puede acceder y en qué condiciones. La inclusión, por tanto, no desmantela la dicotomía entre quienes están dentro y quienes están fuera, sino que la refuerza, reproduciendo infinitamente dinámicas de exclusión y cronificando la dependencia de la persona discapacitada de la sociedad “capaz”. 

Quizás deberíamos empezar a pensar en la inclusión como pensamos en la tolerancia: no como un valor en sí, sino como un concepto que nace del privilegio. Inclusión y tolerancia se basan ambas en la idea de que un grupo dominante tiene el poder de decidir sobre la vida de quienes están excluidos, de aceptarlos o rechazarlos. Pero una sociedad verdaderamente justa no se basa ni en la tolerancia ni en la inclusión. Se basa en relaciones horizontales, cooperativas, en las que nadie tiene el poder de incluir o excluir a otra persona. 

Si queremos ir más allá de este modelo, debemos repensar las bases de nuestro sistema. La narrativa competitiva y productivista que domina el discurso social debe ser sustituida por un modelo cooperativo, en el que el valor de una persona no dependa de su capacidad de conformarse y producir. No podemos seguir aceptando la falsa creencia de que quien tiene más lo ha obtenido solo gracias a sus propias fuerzas. Ningún resultado ocurre en un vacío social: cada éxito individual es posible gracias a un sistema que lo sostiene, y viceversa. Si realmente queremos construir una sociedad justa, debemos reconocer que el punto de partida no es igual para todos y que el progreso no se construye en solitario, sino a través de relaciones de apoyo mutuo. 

Solo cuando desmantelemos la idea de que la inclusión es un privilegio concedido por pocos a muchos, y cuando construyamos un sistema en el que nadie tenga que pedir ser aceptado, podremos empezar a superar esta dinámica discapacitante. Para hacerlo, sin embargo, debemos enfrentar el problema de raíz: la estructura socioeconómica, cultural y política que sigue privilegiando a algunos mientras mantiene a otros en los márgenes. 

Me gustaría que reflexionáramos sobre cuánto cada uno de nosotros es intrínsecamente capacitista. Cuánto todas y todos hemos interiorizado este ideal artificial de persona “capaz” y, sin darnos cuenta, construimos cotidianamente nuestra manera de ver el mundo y a los demás en torno a ese ideal. Me gustaría que pensáramos en la discapacidad no como un problema individual, sino como una responsabilidad colectiva: la discapacidad es discapacitación, y esta es una elección social, cultural y política. 

Si somos parte de esta dinámica, entonces también tenemos el poder de cambiarla. Podemos dejar de construir barreras y empezar a crear espacios, relaciones y estructuras que no privilegien un único modelo de persona. Esto no significa “incluir” a alguien en un sistema que sigue siendo capacitista. Significa cambiar el sistema, de raíz. 

Es el momento de preguntarnos qué mundo queremos construir. Porque un mundo más justo y accesible no es un favor para las personas discapacitadas. Es un mundo mejor para todas y todos nosotros.