Después de Boeing, McDonalds, Amazon y otras corporaciones, también Meta ha decidido cancelar los programas de Diversity, Equity, and Inclusion (DEI). Entre las diversas motivaciones detrás de la decisión de Meta, además de la consideración de que el panorama jurídico y político sobre la inclusión está cambiando, está la idea de que las políticas de inclusión de la diversidad son entendidas “por algunos como una práctica que sugiere un trato preferencial de ciertos grupos frente a otros”. Un argumento que se alinea con la retórica de la derecha ultraconservadora hoy hegemónica, que acusa a estas iniciativas de alimentar la llamada “cultura woke” y de imponer una supuesta “dictadura de las minorías”.
Esta narrativa se inscribe en el marco de las llamadas “guerras culturales” y refleja un fenómeno más amplio, en el que cualquier política inclusiva se percibe no como un paso hacia la equidad, sino como una amenaza al orden social tradicional. En este sentido, la decisión de Meta no es un caso aislado, sino una señal de la consolidación de un clima ideológico en el que los derechos de las minorías se ponen continuamente en entredicho. El sistema cambia su forma para adaptarse a las exigencias de los mercados.
No quiero poner en discusión el valor de los programas de DEI ni el trabajo realizado por muchas empresas para crear entornos laborales más accesibles, inclusivos y acogedores para todos, incluidos los grupos marginados. Pero incluso con las mejores intenciones, queda un hecho central: delegar la tutela de los derechos de las trabajadoras y los trabajadores a las empresas es un error. Los derechos son por definición inalienables y deben estar garantizados por leyes e instituciones democráticas, no dejados a la discreción de políticas empresariales sujetas a intereses de beneficio. Esta delegación a los mercados conlleva un riesgo evidente: las empresas están listas para modificar rápidamente sus políticas internas en cuanto estas entran en conflicto con lo que se percibe como la ideología hegemónica. Mientras dominaba un paradigma de corte progresista – aunque paternalista y, en todo caso, orientado a sacar provecho de cuestiones como la inclusión – todo parecía ir sobre ruedas. Pero en cuanto el viento cambia de dirección, se revelan los altares y el rostro auténtico del capitalismo se muestra por lo que es, evidenciando su subordinación exclusiva a la lógica del beneficio.
Esta tendencia era evidente desde hace tiempo, y es el resultado del ocultamiento y la estigmatización de la lucha de clases operados por la retórica neoliberal, que ha presentado el conflicto entre capital y trabajo como un discurso superado, asociándolo a ideologías obsoletas y desalentando cualquier crítica al sistema capitalista. Y sin embargo, como afirmaba Warren Buffett en una entrevista: “Por supuesto que hay una guerra de clases, pero es mi clase, la clase de los ricos, la que está haciendo la guerra. Y estamos ganando.” La lucha de clases nunca ha desaparecido, pese a quien se engaña pensando lo contrario; simplemente se ha vuelto invisible para la mayoría de las personas.
En su libro The Invisible Doctrine, George Monbiot y Peter Hutchison explican con una analogía cómo el neoliberalismo es una ideología omnipresente pero a menudo invisible, que condiciona cada aspecto de nuestras vidas. Escriben:
“Imagina que el pueblo de la Unión Soviética nunca hubiera oído hablar del Comunismo. Más o menos esa es la situación en la que nos encontramos hoy. La ideología dominante de nuestro tiempo – que influye en casi todos los aspectos de nuestra vida – para la mayoría de nosotros no tiene nombre. Si la mencionas, es probable que la gente deje de escuchar o responda con un encogimiento de hombros desconcertado: ‘¿Qué quieres decir? ¿Qué es?’ Incluso quienes han oído la palabra tienen dificultades para definirla.
Su anonimato es tanto un síntoma como una causa de su poder. Ha causado o contribuido a la mayoría de las crisis a las que nos enfrentamos hoy: desigualdades crecientes; pobreza infantil generalizada; enfermedades de la desesperación en expansión; deslocalizaciones y erosión de la base fiscal; el progresivo deterioro de los servicios públicos como la sanidad y la educación; el colapso de las infraestructuras; la regresión democrática; el colapso financiero de 2008; el ascenso de demagogos modernos como Viktor Orbán, Narendra Modi, Donald Trump, Boris Johnson y Jair Bolsonaro; nuestras crisis ecológicas y los desastres medioambientales.”
Este es el escenario ideológico en el que nos movemos, cada vez más inconscientemente para las masas, desde hace más de cuarenta años.
Los programas de diversidad e inclusión promovidos por las empresas en los últimos años han obtenido sin duda efectos positivos para muchas personas, pero, como expliqué en mi último libro, L’Errore. Storia anomala della normalità, representan una paradoja. Aunque crean entornos de trabajo más acogedores y accesibles, no cuestionan las causas estructurales de las discriminaciones. Estos programas no pueden ir contra los intereses del propio sistema, es decir, la maximización del beneficio basada en la explotación de la clase trabajadora, tanto como fuerza productiva como consumidora. Como preveía en el libro, eran – y se están revelando – concesiones reversibles, sujetas a los cambios del clima político y económico.
Su eliminación tan rápida es una señal inequívoca incluso para quienes todavía creen que se trata de una fase pasajera. Las empresas, que son entidades carentes de mecanismos democráticos, pueden adaptarse fácilmente a las narrativas dominantes, como aquellas que acusan a los programas de DEI de favorecer una dictadura de las minorías, sin tener que rendir cuentas a nadie por sus decisiones. Esta retórica encuentra resonancia en un panorama en el que la cultura del victimismo de la mayoría se explota para alimentar guerras culturales y justificar la eliminación de las conquistas sociales.
Pero esta deriva hoy es descaradamente evidente también dentro de los propios estados democráticos, que desde hace décadas adoptan una gestión cada vez más empresarial, caracterizada por un debilitamiento del estado de derecho, privatizaciones salvajes y criminalización de la disidencia. Y las oposiciones, que en el pasado tenían la tarea de contener estas derivas, han perdido credibilidad y fuerza al adherirse al modelo neoliberal, adhesión que les impide proponer alternativas válidas. Esto deja espacio a una derecha cada vez más autoritaria, capaz de aprovechar los miedos colectivos y el descontento social para consolidar su poder.
Si seguimos ignorando lo que está ocurriendo, la situación no hará más que empeorar, y no solo para las llamadas minorías, sino para todos. El ataque sistemático a las instituciones democráticas, así como a las libertades individuales que los mercados han concedido de manera instrumental en los últimos años, está ya a la vista de cualquiera que quiera mirar más allá de las apariencias. El capitalismo, en su forma actual, está acelerando la obra de erosión social, demoliendo a la luz del día y sin pudor alguno toda forma de tutela colectiva, incluso valiéndose de una ideología que presenta la inequidad como inevitable y natural. Si no nos oponemos a esta deriva ahora, el precio de esta pasividad lo pagaremos todos, sin distinción.