Izquierda y progresismo 

Hay una confusión que aparece a menudo en el debate público: la que existe entre izquierda y progresismo. Hoy en día los dos términos suelen usarse como sinónimos, pero su historia y su significado original son muy distintos. 

En su sentido histórico, la izquierda —socialista, comunista, revolucionaria— nace para poner radicalmente en cuestión el sistema capitalista. No se limita a pedir su reforma, sino que aspira a superarlo proponiendo un modelo alternativo basado en la crítica a la propiedad privada de los medios de producción, en la lucha de clases, en la redistribución de la riqueza y del poder y en la organización colectiva de la sociedad. El corazón de la izquierda histórica es precisamente la transformación estructural, y no solo la corrección de las injusticias. 

El progresismo, en cambio, nace en el seno del liberalismo reformador del siglo XIX. Pensadores como John Stuart Mill, T.H. Green o Leonard Hobhouse buscaban hacer más justo un mundo dominado por la lógica del mercado. Promovían más educación, más derechos civiles, una mayor igualdad no solo formal sino también sustancial. Sin embargo, su punto de partida —y también su punto de llegada— seguía siendo el capitalismo, aunque profundamente reformado. En pocas palabras, el progresismo nace como un intento de humanizar el mercado, de reformarlo, no de abolirlo. 

A lo largo del siglo XX estas dos tradiciones dialogaron y se contaminaron mutuamente, especialmente en las socialdemocracias europeas, donde la izquierda adoptó muchas reivindicaciones progresistas y el progresismo absorbió algunas demandas sociales. Sin embargo, la distinción de fondo permaneció: la izquierda histórica aspira al cambio radical de las estructuras económicas; el progresismo, a su reforma. 

Tras el fin de la Guerra Fría, gran parte de la izquierda europea renunció al conflicto sistémico, entendido como oposición radical al orden capitalista, y aceptó la economía de mercado como el marco dentro del cual pensar cualquier forma de justicia. Es el realismo capitalista, la convicción generalizada de que el capitalismo es el único sistema económico y político realmente viable, hasta el punto de que resulta casi imposible siquiera imaginar una alternativa. 

Salvo algunas excepciones, los partidos que en otro tiempo fueron revolucionarios se han transformado en izquierdas de gobierno, progresistas en los valores civiles pero integradas en el sistema económico existente, que entretanto ha abrazado prácticamente en todas partes el paradigma neoliberal. Han asumido la idea de la competencia como motor del crecimiento, confiando la justicia social a los equilibrios del mercado y limitando así su acción a la protección de los derechos civiles y a algunas medidas redistributivas. Y es precisamente aquí donde se abre la cuestión más urgente de nuestro tiempo. 

Cuando el poder se vuelve agresivo, regresivo y abiertamente autoritario —como ocurre hoy en muchas democracias occidentales—, esa izquierda aparece a menudo desarmada. No porque carezca de buenas intenciones, sino porque, habiendo interiorizado las mismas dinámicas del sistema que pretende combatir, le cuesta proponer alternativas creíbles y radicales. El sistema actual sigue siendo la única vía posible, el individuo la medida de todo, la competencia la regla natural. Cambian los lenguajes, los símbolos, pero la estructura de fondo permanece inalterada. 

Y así, frente al avance de nuevas formas de autoritarismo y al aumento sin precedentes de las desigualdades económicas y sociales, nos damos cuenta de que la izquierda progresista corre el riesgo de no tener los instrumentos para defender realmente a los más débiles, ni la capacidad de imaginar una sociedad diferente. 

El reto, entonces, no es solo oponerse al regreso de un autoritarismo del pasado, sino resistir a una forma inédita de tiranía: un poder económico difuso y transversal que se ejerce a través de los mercados y las lógicas de las finanzas globales, desligado de todo control democrático pero capaz de condicionar profundamente nuestras vidas. 

El riesgo hoy es el de una izquierda que siga siendo la otra cara de la misma moneda, el rostro aceptable de un sistema que por su propia naturaleza produce desigualdad, vacía la democracia y abre el camino a formas cada vez más refinadas de autoritarismo. Una izquierda que nunca podrá cambiar realmente las cosas mientras continúe moviéndose dentro de los límites del Sistema que dice querer modificar. Pero no se puede cambiar aquello que se ha aceptado como inevitable.