Primero de Mayo. El trabajo como concesión 

En el mundo laboral existen dos realidades. La primera, aunque marcada por la precariedad, la explotación, el esfuerzo y, a menudo, por condiciones injustas o incluso inhumanas, afecta a la mayoría de las personas. Es una realidad en la que el trabajo, al menos, está previsto: forma parte del orden social, de la narrativa compartida. Se da por hecho que en algún momento hay que trabajar, es un paso necesario para ser considerado una persona realizada, un miembro de pleno derecho de la sociedad humana. La otra realidad, la de las personas discapacitadas, no se basa en un derecho sino en una concesión. En un sistema ya sometido a las distorsiones de un capitalismo degenerado, en esta realidad el trabajo no está previsto: es algo que se te concede. Alguien te deja entrar. Te “incluye”. 

Para las personas discapacitadas por una sociedad estructuralmente capacitista, el trabajo es algo que no solo hay que ganarse en función de las competencias, sino que, por el hecho de ser diferentes a la mayoría, hay que justificar. Frente a una persona no discapacitada con las mismas cualificaciones, tú tienes que ser algo más: superarte, compensar, demostrar que “a pesar de todo” eres un “valor añadido”, una “ventaja competitiva”. Porque tu presencia no está prevista: entras en un mundo que no ha sido diseñado pensando también en ti. 

Lo vemos con claridad en la lógica de los ajustes razonables. No se parte del principio de que el entorno laboral deba ser accesible y acogedor para todas las personas. Al contrario, se presupone que el sistema está bien tal y como está, y que tú eres una excepción a gestionar. La accesibilidad se convierte entonces en una concesión subordinada a la “razonabilidad” del gasto para la empresa. En un sistema extractivo, competitivo e hiperproductivo como el nuestro, el problema no es que un lugar de trabajo no esté diseñado para todos, sino cuánto cuesta adaptarlo a tu presencia. Importa cuánto afecta ese ajuste al plusvalor que generarás, no el hecho de que trabajar sea un derecho garantizado por el artículo 35 de la Constitución española, según el cual “todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo”. Para muchas personas discapacitadas, este derecho sigue siendo papel mojado. 

De hecho, la idea misma de discapacidad, tal y como la entendemos hoy, es el resultado de un proceso histórico ligado al auge de la modernidad y del capitalismo. Antes, la discapacidad no existía como categoría social y administrativa homogénea, y las personas que hoy definimos como discapacitadas eran tratadas y etiquetadas de formas distintas según las épocas y los contextos. Es con la llegada de la sociedad industrial y la creciente centralidad de un trabajo cada vez más estandarizado cuando la diversidad física, sensorial, cognitiva y relacional se asocia sistemáticamente a la incapacidad de trabajar bajo estándares cada vez más rígidos. La discapacidad pasa así a ser un “error” respecto a una norma construida, y quien no se adapta es excluido, medicalizado, considerado una carga o un problema a corregir. Este mecanismo de normalización ha justificado y consolidado la exclusión de las personas discapacitadas de la plena participación social y laboral, transformando su presencia en una excepción a gestionar, no en una parte integrante de la sociedad. 

Y aún hoy, cuando se habla de inclusión laboral, el punto de partida sigue siendo el mismo: la excepción. Una persona discapacitada puede ser contratada porque existen cuotas, como las previstas en la Ley General de derechos de las personas con discapacidad, que establece la obligación de reservar el 2% de los puestos de trabajo en empresas de más de 50 trabajadores. Pero ese porcentaje dista mucho de reflejar la realidad: en España, las personas con discapacidad representan alrededor del 9% de la población, y menos del 35% de ellas en edad laboral tiene empleo. El resto no trabaja. 

Según la narrativa dominante, si eres discapacitado no puedes simplemente trabajar: tienes que aportar algo más que compense tu “carencia”, ese supuesto defecto que te diferencia. Es la retórica del “superdiscapacitado”: debes ser un genio, una inspiración, un símbolo de resiliencia o de antifragilidad, o representar un enriquecimiento cultural para la empresa. No se trata solo de la dificultad —que afecta a cualquiera— de encontrar empleo. Para poder acceder a esta competición ya de por sí feroz, una persona discapacitada debe demostrar que puede “ir más allá” de su discapacidad. 

En este Primero de Mayo celebramos el trabajo, pero no olvidemos a aquellas personas que no lo tienen —y quizás nunca lo tendrán— no por falta de capacidad o de voluntad, sino porque la sociedad sigue considerándolas cuerpos extraños. Y entonces cabe preguntarse: si el trabajo es un derecho de todas las ciudadanas y ciudadanos, ¿cómo puede no serlo para las personas discapacitadas? ¿Acaso no somos personas? ¿Acaso no somos ciudadanas y ciudadanos de pleno derecho? 

Debemos construir un mundo en el que el trabajo sea realmente un derecho para todas y todos. Mientras tanto, hoy que celebramos el Día de las Trabajadoras y los Trabajadores, recordemos a quienes trabajan sin que ese trabajo sea reconocido como tal —como el trabajo de cuidados no remunerado, a menudo dado por sentado—, a quienes trabajan en condiciones precarias, a veces inhumanas, a quienes quisieran trabajar pero no pueden, y a quienes nunca serán considerados trabajadores porque el sistema no ha previsto su cuerpo, su mente, su presencia.